martes, 26 de diciembre de 2006

Ritual


Elevar oraciones en una lengua milenaria. Encender la chispa de un fuego que no consume ni el alma. El Santo Patrono postrado en una caja pequeña con ofrendas que lo cubren, observa con el brazo extendido la pequeña habitación oscura en la que una neblina motivada por el humo que exhalan las piedras que se funden con el agua, provoca un ambiente irreal y místico, casi inexistente. Muchas personas circulan intermitentemente en aquel aposento. Unas con gran solemnidad y fe en los ojos, otras ofreciéndole su música al santo, otras con una mezcla de curiosidad e incredulidad, otras simplemente están.

Tras repetir oraciones en susurros y dirigir el palo con plumas, de nuestras cabezas a la cara del santo una y otra vez, el m’arakame, ataviado con simple ropa occidental producto de la hibridación cultural, puso el agua sagrada primero en mi cabeza después en mis manos, para terminar en ambos ojos y en el cuello. Las plumas que conformaban la terminación del báculo del sacerdote, siguieron la trayectoria de un círculo sobre mi cabeza rozándome la frente.

Por favor señor del aire, del precipicio y del venado, expulsa de mí los malos demonios que me atosigan desde siempre, en la oscuridad, cuando estoy sola, cuando estoy afuera. Haz que pueda ser capaz de vivir un poco más aquí, un poco más ahora…

Al terminar un ácido atole de ciruela pasa que circuló por los labios de toda la comunidad, (con un sabor que no me desagradó), recorrió mi garganta. La limpia de San Andrés había finalizado
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